La paz es cuestión de método… Y de voluntad

Satisfacer las grandes esperanzas y las amplias expectativas de los habitantes de Andén Pacífico en el posconflicto no solo es un reto del Estado, sino que es una deuda pendiente que el país debe saldar con esas poblaciones que por décadas han sido olvidadas y abandonadas.

‘Plebitusa’ I. En las últimas horas del 2 de octubre de 2016 una mezcla de frustración, rabia, tristeza e impotencia llegó a la casa de la mayoría de los 6,37 millones de colombianos que ese día le habían dado el sí en las urnas al Acuerdo de Paz, alcanzado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. Con cada boletín de la Registraduría Nacional esas sensaciones iban creciendo y los días siguientes no fueron diferentes. Con el optimismo de las semanas previas a la votación, hasta el más pesimista del Sí no había contemplado una derrota frente al No, y mucho menos tan ajustada; por 53.894 votos; por faltar un centavo pa’l peso.

Los análisis de académicos, expertos, medios de comunicación y, de las más pifiadas de todas, las firmas encuestadoras, comenzaron de inmediato. Había que encontrar la respuesta a ese resultado que no respondía a su lógica. A ese resultado que respondía a las que nunca fueron posibilidades de materializarse, según les decía su conocimiento, análisis y experticia sobre el comportamiento del votante. A esa lógica que ya había sido retada por el Brexit, el 23 de junio de 2016, y que recibiría el ataque más frontal, un mes después del plebiscito por la paz en Colombia, con la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, el 8 de noviembre.

La ‘plebitusa’ reveló el desencanto de los que le dieron el espaldarazo al Acuerdo. Era increíble que un país, que ha llenado miles de páginas de su historia con las décadas que ha pasado a diario desayunando, almorzando y comiendo con la guerra, le dijera que No a la paz. Era increíble que los del sí creyeran tanto en su triunfo que hubieran subestimado la fuerza y la estrategia del No. Y era aún más increíble que si no vieron en los del No un rival de peso en las urnas, hubieran fallado en convencer a los indecisos y a los abstencionistas, que fueron la mayoría: 21.833.898 de colombianos.

 Miller. Las primeras horas del día, cuando el sol comienza a asomarse sobre los techos de zinc de las casas de El Charco, Nariño, y suelta sus primeros rayos de luz sobre el río Tapaje, son las que más le gustan. En esas primeras horas es cuando elige ponerse manos a la obra y alistarse para ir y volver con su lancha, llevando y trayendo pasajeros entre su pueblo y Tumaco, o entre su pueblo y Guapi.

No le preocupa el clima. Si la temperatura sube hasta casi los 30 grados, él está protegido de pies a cabeza, con camisetas y pantalones de manga larga, con gorro y capucha. Si llueve, la protección es un impermeable; pero si lo que llega es una tormenta, no es un día para estar en el agua; es día de esperar pacientemente bajo uno de los techos de las casas vecinas a las escaleras que sirven de muelle al municipio.

Miller* nació, creció y se reprodujo en El Charco. Y allí es donde quiere morirse. “Pero morirme de viejo; no por una bala; no por una guerra”. A sus 28 años lo más lejos que ha ido es a Buenaventura, y entre sus prioridades no está ir más allá; “a menos que vaya a pasear”. Él quiere vivir en El Charco y quiere que sus dos hijos también lo puedan hacer. “Que si deciden irse es porque quieren ver que hay más allá del río. Pero no porque les toque salir corriendo como gallinas huyendo del cazador”.

Miller sabe cómo es eso de “pagar escondedero” cuando las armas le apuntan a él o las balas silban al pasar al lado de su casa. En su adolescencia tuvo que salir con su mamá y sus tres hermanos del corregimiento El Castigo. “Eso fue realmente un castigo. O nos íbamos o esa gente nos iba a matar, porque cuando se dan plomo les da igual a quien se lleven por delante”.

Él aún no se acostumbra a la llegada, cada día, cada semana, cada mes, dependiendo de qué tan fuerte sean los combates y entre qué grupos, de desplazados de las veredas y corregimientos al casco urbano del municipio. “Aquí nos volvimos indiferentes a eso. Nos parece raro es que no lleguen. Pero eso no debería ser así. Uno llega de allá con nada; con lo que tiene puesto y si acaso con una bolsita de lo que alcanzó a agarrar. Porque esa gente no le garantiza a uno el trasteo. Y uno llega aquí y no encuentra nada; hay muchos que están peor que uno. Pocos logran irse, porque eso es aventurar y usted con niños y sin plata no se arriesga a coger una lancha sin saber qué se va a encontrar. Qué tal termine más jodido de lo que está aquí”.

El 2 de octubre de 2016 en El Charco 90.8% de los votantes lo hicieron por el Sí. En Tumaco, 71.1%; en Buenaventura, 70.6%; en López de Micay, 93.7%; en Guapi, 93%, y en Timbiquí, 94%.

El conflicto armado, los combates entre fuerza pública, guerrillas, paramilitares, bandas criminales, carteles de la droga han hecho que El Charco sea tierra en constante disputa. Eso lo sabe de memoria Miller. “Aquí se dan plomo por la coca, por el control del río, por dónde cada uno saca la droga, por quién manda, por quién controla qué sale y qué entra, por quién bombardea. Nosotros necesitamos que vengan a poner orden, que nos den empleo, que nos construyan un hospital decente, que mis hijos puedan ir a estudiar sin estar pensando en que no llega el profesor o cuándo alguno de esos grupos los va a reclutar”.

El resultado del plebiscito les dejó a los habitantes del Andén Pacífico una plebitusa que se manifestó, sobre todo, como desesperanza y resignación. Más resignación. “Pues aquí las cosas siempre han estado mal y parecía que se abría una ventana para que mejoraran. Pero la gente se dio cuenta de que no iba a ser así. Pero ya sabemos que los políticos volverán para la próxima elección con promesas. Nos ilusionarán, les creeremos. Nos decepcionaremos. Y así”. Y así es que se manifiesta la resignación.

El posconflicto. Pero la esperanza también se manifiesta aquí. Después de la plebitusa resurgieron las expectativas de los habitantes del Andén Pacífico con la implementación del Acuerdo, tras las modificaciones que se le hicieron. El estudio Colombia Rural Posconflicto 2017 no solo confirmó que las poblaciones de esta zona del país apoyan ampliamente la salida negociada con la guerrilla (80%) y el Acuerdo de Paz (62.7%), sino que el 62% de ellos espera que este pacto mejore el acceso de los campesinos a la tierra; el 50.3% que mejore la seguridad, el 47.6% que mejore el acceso a la asesoría técnica de los campesinos y el 45.2% que fortalezca la democracia colombiana.

 “Esta es la región con más ilusiones con el Acuerdo. Aquí fue donde el plebiscito logró las más altas votaciones por el Sí. Aquí la esperanza sobre lo que puede cambiar con el Acuerdo es más alta que en otras regiones del país y en otras regiones también afectadas por el conflicto armado”. El diagnóstico que hace un funcionario de la Unidad de Víctimas de Tumaco, lo confirman también otros habitantes de la región. "Yo creo que eso (el Acuerdo) es lo mejor que ha podido pasar. Uno anda sin miedo; uno viaja sin miedo; ahora nosotros andamos más tranquilos. Y aunque no se ha visto todavía el desarrollo que se dice que va a llegar, la calma de estos últimos meses, que haya elecciones sin atentados, sin problemas, nos hace pensar que las otras promesas también se van a cumplir”, dice Juan*, quien se gana la vida llevando y trayendo mercancía entre Cali y Buenaventura.

Mireya*, quien también dio el voto por el sí desde Timbiquí, es mucho más exigente. “La paz en sí no está escrita en un papel. Para que haya paz primero debemos invertir en educación. Sin eso no tenemos nada”.

7 de cada 10 habitantes del Andén Pacífico no tienen problema con ser vecino de un desmovilizado y 5 de cada 10 aceptarían trabajar con ellos.

 Inversión y educación. Eso es lo que piden a gritos en el Andén Pacífico. Inversión para que haya empleo, desarrollo, crecimiento económico y bienestar. “Aquí estamos expuestos a todos. A ser víctimas y a ser victimarios. Pero es que, si usted no tiene cómo ganarse la vida honradamente, si nadie le da trabajo, si no tiene qué darle de comer a sus hijos, cómo se va a quedar de brazos cruzados. Le toca hacer algo y ese algo generalmente lo consigue en el monte con la coca o con las armas”, dice Isabel, quien en Guapi solo ha encontrado oportunidades para emplearse temporalmente en el comercio.

Y educación, entre otras cosas, para entender y aprender a vivir con los desmovilizados, otrora, sus victimarios. Según el estudio Colombia Rural Posconflicto, 7 de cada 10 habitantes del Andén Pacífico no tienen problema con ser vecino de un desmovilizado y 5 de cada 10 aceptarían trabajar con ellos, pero menos del 37% aceptaría que su hijo se haga amigo de un excombatiente y 41% aceptaría que su hijo estudie con hijos de desmovilizados.

Todo aquel que quiera cambiar debe dársele la oportunidad –concluye Miller-. No estoy de acuerdo con que se les premie con sueldo, beneficios, mientras nosotros aquí no recibimos nada del gobierno. Es que nosotros queremos cambios, pero al mismo tiempo no queremos ceder nada. Yo sé que, si quiero que las cosas cambien, tengo que cambiar también yo. Pero, así como ellos se están reincorporando a la sociedad y les va a tocar difícil, a nosotros que los vamos a tener al lado, también nos va tocar hacer sacrificios y aceptarlos; de lo contrario, vamos a seguir en las mismas. Y ni ellos ni nosotros vamos a lograr nada”.

*Nombres cambiados por seguridad.