El largo camino a la igualdad

Las mujeres de la Colombia Rural Posconflicto tienen la certeza de que se ha avanzado en la igualdad de género y en su participación equitativa en diferentes ámbitos de la vida. Sin embargo, aún la discriminación y la violencia de género las siguen agobiando.

Las mujeres hemos evolucionado, hemos cambiado el chip. En la época de las abuelas eran muy dedicadas al hogar; a los hijos. El hombre era muy egoísta, que no las dejaba trabajar, progresar ni estudiar. La liberación femenina nos ha servido mucho. Ahora somos emprendedoras. Ya hemos llegado a ocupar cargos públicos. Creo que en lo que nos falta avanzar es en terminar la violencia, porque aún se ve el maltrato”.  Julieth* es una mujer casada, con tres hijos, empleada en una fábrica en Santander de Quilichao.

Ella tiene razón cuando dice que las mujeres en Colombia han venido conquistando espacios y derrumbando prejuicios que, hasta hace poco, las definían como ‘útiles’ únicamente para las tareas del hogar y para la maternidad. La lucha no ha sido fácil y mucho menos lo es en zonas como las de la Colombia Rural Posconflicto, en las que ellas eran directas víctimas de la guerra, pero también de la pobreza, del machismo y de recibir aún menos oportunidades laborales y educativas de las que los hombres consiguen en esas mismas regiones.

Por más que se han logrado esos cambios, a la igualdad de género aún le falta escribir miles de páginas para dejar en el mismo lugar a hombres y mujeres. Por ejemplo y de acuerdo con el estudio Colombia Rural Posconflicto, una de cada dos mujeres que habita en zonas de posconflicto se dedica principalmente a las labores domésticas, trabajo por el cual no recibe ninguna remuneración. Además, mientras el 71% de los hombres en estas regiones dice estar empleado, solo el 30% de las mujeres asegura contar con un empleo. Y el 82% de ellas tiene ingresos por debajo del salario mínimo. Solo 14% de ellas gana entre 1 y 3 salarios mínimos.

Dolly*, lidereza de una asociación de mujeres de Buenaventura, analiza los datos del estudio. “Esas cifras no solo son bajas y muestran todo lo que nos falta por conquistar, sino que además reflejan que cada espacio nos ha tocado lucharlo y abrirlo a la fuerza. Aquí en Buenaventura, el machismo siempre ha estado presente y estaba claro que los hombres eran los que trabajaban y nosotras estábamos a cargo del hogar. Pero como la situación económica ha ido empeorando ya no nos podemos dar el lujo de quedarnos en la casa, porque si un solo miembro de la pareja tiene ingresos, eso no alcanza. Y, en el caso de las madres solteras, que son generalmente mujeres jóvenes, no tienen más opción que salir a conseguir un trabajo para responder por sus hijos”.

El 71% de los hombres en estas regiones dice estar empleado, solo el 30% de las mujeres asegura contar con un empleo.

El camino para equilibrar la balanza entre hombres y mujeres también se encuentra con obstáculos y peros de las mismas mujeres. Según el mismo estudio, si en algo hoy están de acuerdo los hombres y las mujeres es en no modificar los roles tradicionales de género. Es decir, el 60% tanto de unas y otros rechaza la idea de que se intercambien los papeles; que las mujeres sean quienes provean económicamente al hogar y los hombres se encarguen de las labores domésticas y del cuidado de sus hijos.

A pesar de la libertad que hemos logrado las mujeres de poder trabajar, de ser independientes, seguimos siendo las encargadas de los quehaceres del hogar, así nos toque madrugar y trasnochar más, pero los niños y la casa no se pueden descuidar. Porque si un hijo no tiene atención de su mamá entonces se vuelve criminal o drogadicto y siempre van a acusar a la mujer de eso. Y si un marido se aburre y se va de la casa, la culpa es de la esposa, que no lo supo cuidar ni atender”, dice resignada Luz*, una empleada del sector público, madre una niña y quien vive en San Vicente del Caguán.

Como si no fuera suficiente esta realidad, la discriminación por su género o sexo también les ha tocado vivirla a muchas de ellas. Dos de cada 10 así lo ha sentido en estas regiones. A Cristina*, por ejemplo, la despidieron de una empresa de producción de cacao, en el Meta, donde se desempeñaba como técnica agropecuaria, por estar embarazada. Y a Alejandra*, los insultos y el maltrato le llegaron por igual de hombres y mujeres, solo porque tomó el curso de maquinaria pesada, para trabajar en la industria extractiva del Bajo Cauca. “Me gritaron: ‘¡marimacho!’; ‘¡machorra’”.

 Así las cosas, ellas están convencidas de que no se trata solo de conquistar espacios en el mercado laboral; también hay que hacerlo en los espacios cívicos, políticos y de participación ciudadana, donde es más fácil educar a la sociedad para que pueda entender la igualdad de hombres y mujeres. De acuerdo con el estudio Colombia Rural Posconflicto 2017, el 33% de las mujeres de estas zonas participan en asociaciones o grupos de mujeres o de amas de casa. También lo hacen en Juntas de Acción Comunal –JAC- (61%); el 66%, en asociaciones de padres y el 68%, en organizaciones religiosas.

Las mujeres, por lo general, son las que más participamos en las reuniones de estas organizaciones, porque estamos comprometidas con conseguir mejores cosas para nosotros. En la reunión de padres de familia uno no ve más de tres hombres y la excusa, generalmente, es que están trabajando. Pero nosotras, así uno esté trabajando, pedimos permiso y vamos a la reunión. El hombre, así esté en la casa sin hacer nada, no va”, dice Carmen, quien vive con su esposo y sus tres hijos en Caucasia.

El 33% de las mujeres de estas zonas participan en asociaciones o grupos de mujeres o de amas de casa.

Pero, sin duda la violencia de género es tal vez el monstruo más grande y peligroso al que se han enfrentado. “La violencia intrafamiliar es una de las que más se ve por acá. Generalmente porque los hombres se creen dueños de sus esposas o compañeras. Los celos, los problemas económicos y las infidelidades detonan las agresiones contra nosotras”, explica Edith, desde su casa en Tumaco.

Las mujeres quieren denunciar esas agresiones, pero casi siempre las mismas instituciones son las que las disuaden de hacerlo. “Si usted va a la Policía no hace nada porque no fue capturado en flagrancia. Muchas de nosotras hemos ido a las Comisarías de Familia, pero no son eficaces, son lentas y las personas que allí atienden no están capacitadas para hacerlo, les falta empatía y no revictimizarnos. Como no prestan ayuda real, pues uno sale de allá y se olvida del tema. Busca otras soluciones, como denunciarlo con el jefe del grupo armado o criminal que haya en la zona, que ellos son más efectivos”, asegura María*, una habitante de Puerto Libertador.

Para muchas de nosotras –concluye Dolly- la única solución que encontramos es la de aconsejarnos y cuidarnos entre sí. Se trata de no callarnos más. Si no se lo podemos decir a una autoridad porque no va a pasar nada, sí lo podemos denunciar entre nosotras. Las mujeres tenemos que comenzar a elevar la voz para que cada vez se escuche más fuerte y ganemos nuestro espacio; ese espacio que no le estamos quitando a nadie y que nunca nos han dado, pero que paso a paso vamos conquistando”.

Por eso también se hace necesario fortalecer la confianza de las mujeres en instituciones y autoridades, como las Fuerzas Armadas. Hoy solo el 36% de las mujeres confía en ellas, mientras que en los hombres el porcentaje es de casi el 50%. Elevar esa confianza permitirá que se sientan más seguras, y esa confianza en las autoridades puede hacer de la denuncia una regla y no la excepción en los casos de violencia contra las mujeres

*Nombres cambiados por seguridad.